Cuenta la antigua leyenda que, durante la época musulmana, en lo alto del monte Benacantil se erguía un majestuoso castillo, hogar del gobernador árabe y su hija Zahara, conocida por su extraordinaria belleza. Con el paso del tiempo, su padre comenzó a buscarle un esposo digno de ella, pero Zahara no deseaba casarse. Para convencerla, el gobernador organizó una gran fiesta con los más prestigiosos pretendientes.
En medio de la celebración, un joven cristiano, hijo del mayor enemigo del gobernador, logró colarse. Zahara y el cristiano se vieron y, a pesar de las barreras que los separaban, se enamoraron perdidamente. Aunque su amor era imposible, se reunían en secreto, soñando con escapar juntos. Sin embargo, su plan fue descubierto y el joven fue apresado, condenado a muerte.
Zahara, desolada, cayó en una profunda tristeza, negándose a comer o beber. Al ver el estado de su hija, el gobernador le hizo una promesa: si al amanecer Alicante aparecía cubierto de blanco, él perdonaría la vida del joven y permitiría que se casaran. Pero si no, Zahara tendría que aceptar su destino y casarse con uno de sus pretendientes.
Alicante, una ciudad donde apenas llueve y nunca nieva, amaneció, contra todo pronóstico, cubierta de blanco. No era nieve, sino los almendros en flor que tiñeron el paisaje de un blanco puro, como si la naturaleza misma apoyara el amor de Zahara. Llena de esperanza, corrió al encuentro de su padre. Sin embargo, al llegar a la parte más alta del castillo, encontró el cuerpo del joven colgando. Su padre no había cumplido su promesa.
Devastada por el dolor, Zahara decidió acabar con su vida arrojándose desde lo alto del monte Benacantil. El gobernador, arrepentido, suplicó a Alá por un castigo. Como respuesta, Alá lo petrificó, dejando su rostro marcado en la ladera del monte, como recordatorio eterno de su traición.
Hoy, ese perfil rocoso se conoce como “La Cara del Moro”, una figura que observa la ciudad de Alicante, simbolizando la importancia de cumplir con lo prometido.